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El duende y los Gigantes





Un relato sobre la afinidad del ser humano con la naturaleza y  el significado de vivir y morir por conocerla.

por

Carlos Rivero Blanco



Dedico este pequeño ensayo a la memoria de mi amigo Andy Field,, a la Selva Nubosa, un lugar que admiro y que representa la esencia misma de la naturaleza y, al Parque Henri Pittier en sus cincuenta años.

el autor.

Caracas, 30 de Marzo de 1986


La niebla, todavía espesa y húmeda, no nos dejaba ver el alba. Era muy temprano aún y las siluetas de la selva nubosa apenas delineaban un tenue esbozo sobre la oscuridad. La hume­dad del ambiente era total y,... ¿Cómo no iba  a serlo?, al fin y al cabo estábamos en el mes de agosto, en  la época de lluvias, cuando la selva nublada mostraba toda su lozanía al visitante. Por esa razón mi hijo y yo habíamos subido a la montaña y con la ma­drugada nos disponíamos a sentirla nuestra.

La selva, toda enmarañada, como acabada de levantar, de­jaba ver su perfil, sobre el difuso fondo nebuloso. Ese perfil  era el de siempre: troncos gruesos y oscuros, unidos unos a otros por una trama irregular de siluetas de hojas y enredaderas; palmeras de fustes delgados y helechos de tallo largo, de cuyas cabezas caían, sobre sí y sobre nosotros, aquellas  hojas simétricas, con aspecto de filigranas.  Me recordaban las figuras que los niños cortan so­bre papel doblado que, al desplegarse, se repiten unidas unas a otras de manera interminable.

El perfil  de la selva no era inmóvil. Suavemente, una leve corriente de aire movía la masa blanca de la nube que costeaba la montaña envolviéndolo todo. A su paso agitaba las hojas, que vi­braban ante nuestra mirada. Tampoco había silencio, ya que el agua de rocío, condensada en cierta cantidad sobre las hojas, caía y producía leves chasquidos sobre la capa de hojarasca que cubría el suelo.

Haciendo un leve esfuerzo, en medio de una claridad cada vez más reveladora, se podía seguir el paso de una de estas gotas de agua. Si mirábamos  la vegetación sobre nuestras cabezas, era posible sorprender a una de esas gotas en su primer movimiento. Era como un pesado y lento "dejarse caer", casi sin voluntad, de­jando todo el trabajo al viento y a la gravedad.

La gota, con toda la parsimonia del caso, hacía un primer salto en el vacío para caer sobre una gruesa y ancha hoja de ma­langa trepadora, de esas que tan profusamente cubren los troncos de los árboles en estas selvas nubosas. De manera sorprendente, nuestra gota se convirtió en cuatro o cinco, ya que la hoja dentada de la malanga, al recibir el golpe, soltó las gotas que tenían tiempo formándose en cada una de sus puntas y que sólo esperaban un empujoncito.

De éstas sólo pudimos seguir una con la vista, la que cayó en la pequeña charquita que se había formado en el centro de una de las piñas de árbol, una de esas vistosas plantas cuyas hojas agudas y estre­lladas forman grandes penachos sobre las ramas húmedas de los lugares más sombríos de la selva. Esa fue la gota que colmó el charco, y además asustó a la pequeña rana que allí había pasado la noche esperando que algún insecto trasnochado se le acercase para 'ponerlo en valor energético' de inmediato. Tanto la rana como una nueva gota cayeron sobre una gran hoja de ocumo ya muy cerca del suelo. La punta de la hoja dejó entonces caer una pequeña cantidad de agua al piso de la selva y la rana se ocultó rápidamente de nuestra vista.

Poco a poco, los sonidos de la selva fueron cambiando. Las llamadas de los grillos y de otros insectos nocturnos se apagaron, al mismo tiempo que, a lo lejos, un ronquido grave y gutural, nos revelaba la presencia marrón-rojiza de los araguatos. Los prime­ros pájaros hicieron pasajes rápidos por entre los árboles que pro­yectaban ya con toda claridad una selva de formas muy definidas sobre un trasfondo de vapor de agua, condensada en forma de neblina. Uno muy grande, el conoto aceituno, hacía intentos de ca­zar alguna mariposa que reposaba sobre la corteza cubierta de lí­quenes del tronco de uno de los yagrumos cercanos al barranco. Un querrequerre, ese bello pájaro de pecho amarillo, alas verdes, cuello  negro y cabeza azul, también saltaba algunas ramas en busca de insectos desprevenidos.

Con la luz del día, aunque todavía dentro de las nubes, la selva se nos presentaba en todo su esplendor. Ya las plantas más cercanas dejaban ver y admirar las suaves almohadas de musgo que cubren sus tallos, sus ramas y los patrones de las venas de sus hojas. Una que otra se mostraba en flor, como el casupo, cuyas inflorescencias se muestran embebidas entre brácteas anaranja­das y dejan ver, a veces, sus pequeñas corolas amarillas o aquellas de color rojo carmesí, de forma  tubular y de tamaño diminuto, a las que sólo el delgado pico y la larga  lengua de un tucusito podía libar el néctar. Así, ante la presencia de la luz matinal, el color comenzaba a imprimir variedad a la selva.

Mientras tanto, sobre una hoja del tamaño de una mano, una pequeña araña revisaba la tela que, delicadamente, había tejido para atrapar su alimento. La lluvia de la  tarde anterior la había deteriorado un poco y, afanosamente, se dedicaba a repararla. 

Todavía caían gotas de lo alto de la selva y mi hijo, pensando en observar de nuevo el camino accidentado de las gotas, viendo hacia arriba, exclamó impresionado: 

¡ Qué grandes !, ¡ Qué altos !, refiriéndose a los tres inmensos árboles que tenía ante sí. Eran realmente colosales, sus raíces ta­bulares parecían paredes triangulares que soportaban el peso de aquellos enormes tallos. La ramazón apenas se veía, allá arriba, lejos de nosotros y lejos, aún, de las copas de los  otros árboles de la selva.

¡ Uff, sí que son grandes !, ¡ Se siente uno tan pequeño !, ex­clamó, ante la inmensidad de aquellos gigantes de la selva, im­presionado, sin duda, por el porte majestuoso de los árboles que se proyectaban más allá  del techo de la selva nublada.

La escena me hizo recordar cuando años antes tuve una im­presión semejante al ver por primera vez un "Cucharón" o "Niño", el árbol más alto de la selva nublada de la Cordillera de la Costa. Esos portentosos ejemplares alcanzaban a medir más de cincuenta metros de altura y formaban la capa o estrato emergente en estas selvas de montaña. Ya no recuerdo exactamente el lugar, aunque no es distante de acá. Lo que sí recuerdo es que era un grupo de unos cinco o seis inmensos e impresionantes árboles.

Las copas de esos gigantes lucían hojas digitadas,  en forma de manos con dedos extendidos. Lo único peculiar es que son "siete" los "dedos". Los pecíolos son largos, y delgados,  difíciles de apreciar desde el piso de la selva. Las flores grandes y blancas, apenas visibles a lo lejos. El fruto, una especie de cápsula grande, de color chocolate, cuyas fuertes paredes se desprenden al madurar, de­jando caer las semillas hacia el suelo desde unos sacos colgantes que, cual péndulos, se mueven al compás que impone el viento.

 Las semillas, de color marrón rojizo, como del tamaño de la última falange del dedo pulgar, muestran una prolongación apla­nada en forma de ala. Parece una hélice de avión de una sola aspa que, al caer al vacío, gira y gira, alejándose lentamente  del árbol madre.

Sin duda alguna, estos árboles impresionan a cualquiera. Su tamaño es, definitivamente, algo que llama la atención a quién se interne en la espesura de estos parajes y pueda ver hacia lo alto, hasta el techo de la selva y admirar estos portentos de la natura­leza.

Cuando por fin amaneció, la silueta grisácea e imponente de un viejo edificio a medio terminar se dejó ver entre la vegetación. Era una mole de acero y concreto, con una especie de doble perso­nalidad. Por una parte, una fachada de grandes ventanales de vi­drio, invitando al cielo a meterse dentro, y por la otra, tres pisos sin terminar, con cubículos oscuros y lúgubres, cuyas paredes, to­das llenas de humedad, y por tanto cubiertas de un mullido musgo verde servían de albergue a numerosos seres de la selva.

Siempre me habían impresionado esos cuartuchos; en ellos observé, en numerosas ocasiones, a las bandadas de murciélagos que dormían de día entre las paredes y el techo, igual que a dimi­nutas golondrinas, que hacían sus nidos en pequeños orificios y grietas. Algunos tuqueques hacían de estas paredes una morada permanente, en la que encontraban albergue y alimento, ya que son muchos los insectos que pululan en estos rincones. De vez en cuando, una blancuzca rana platanera hacía su aparición y, posada sobre el musgo que tapizaba las paredes, veía pasar el tiempo en los días de lluvia.

La visión de estos cuartuchos nos transportó unos cuantos años atrás en la historia de Venezuela. Hace muchos años, en este lugar llamado Rancho Grande, cerca del paso del Portachuelo,  funcionaba una  posada que ofrecía albergue y provisiones a los arreos de burros que traficaban la ruta entre Maracay y Ocumare de la Costa. Hacia 1915, se construyeron muchos puentes, permi­tiendo entonces el paso de carretas. Hacia 1933, todo cambió radi­calmente cuando Gómez, el dictador, hizo construir una carretera de cemento por la que podían transitar los  automóviles.

Durante este mismo año, la posada fue derribada y, en el mismo sitio, Gómez comenzó a construir un gran hotel, de unas 120 habitaciones. Cuando el dictador murió, en 1935, el hotel de Rancho Grande quedó sin concluir, con su estructura principal a medio hacer. Para el año 1937, el gobierno decretó la protección de estas selvas bajo la figura del Parque Nacional de Aragua, bautizado años más tarde como "Henri Pittier", en honor al ilustre botánico.

Con el correr del tiempo, el edificio se transformó en un lugar para hacer ciencia. Enclavado en medio de la selva nublada del parque Nacional Henri Pittier, fue convertido en albergue de in­vestigadores de la flora y la fauna de la región. Allí se instaló el célebre William Beebe, entre 1945 y 1946, uno de los zoólogos y divulgadores científicos más famosos, quién durante casi un año estudió la vida de los animales de la selva. Luego vinieron muchos más, tanto extranjeros como jóvenes investigadores venezolanos que poco a poco se formaban en nuestras universidades. Con el tiempo, Rancho Grande cobró fama mundial como lugar de estudio y ha atraído a muchos naturalistas hacia sus predios.

Hace pocos años, en los pasillos del misterioso edificio, conocí a quién parecía uno más de tantos naturalistas que había encon­trado en Rancho Grande.

Era un joven, de unos veinte años, de origen inglés. De con­textura delgada, cabello rubio, ojos azulosos y con una gran fasci­nación por la selva nublada y por la atmósfera tropical reinante, tan diferente de la triste niebla inglesa.

Andy era un estudiante de botánica y precisamente a eso pensaba dedicarse en Rancho Grande. Estudiar las plantas de la selva y poder explicar algunas de las interrelaciones era su meta más añorada. Unos tres años de investigación en estos parajes le darían suficientes datos como para producir una tesis doctoral.

La selva que rodeaba el edificio de Rancho Grande era real­mente exhuberante. Su composición florística variaba mucho se­gún se alejaba o acercaba al abra o paso del Portachuelo. Muy cerca de dicho lugar, la humedad que se condensaba sobre las plantas era enorme, pro­veniente de las nubes que  empujaban los vientos alisios hacia la cordillera y que lograban pasar el abra o paso entre la montaña. A medida que nos alejábamos del paso, en dirección a los valles de Aragua, había menos condensación de humedad y las plantas eran de especies diferentes, tolerantes de un ambiente algo más seco.

En las zonas más expuestas a la humedad, la profusión de plantas epifitas (que viven sobre otras plantas) como las malan­gas, las enredaderas, las lianas, los líquenes, los hongos, los mus­gos, las orquídeas y las piñas de árbol o bromelias, era verdade­ramente impresionante.  En los lugares menos húmedos las epifi­tas eran escasas, pero la selva no dejaba de ser enmarañada y a veces confusa, dando la impresión de una gran mantilla que lo cu­bría todo y, a la vez, comunicándonos una impresión visual de las complicadas interrelaciones entre las plantas y otros seres de la espesura.

Era difícil caminar por allí; por trillos estrechos y a veces por entre las plántulas delicadas del bosque, hijas de los grandes árbo­les, en espera de que una apertura entre las copas les brindara la oportunidad de recibir más luz para crecer rápidamente y alcan­zar el techo de la selva.

Con mis alumnos muchas veces exploramos esos caminos in­ternos de la selva, pero lo que nos frenaba más el paso y nos hacía progresar con mucho cuidado eran aquellos mecatillos rojos y amarillos, los marcadores de las cuadratas de Andy, unos mecati­llos que demarcaban una cuadrícula métrica de algo más de una hectárea en la selva de la montaña que flanqueaba por detrás al edificio de Rancho Grande. Esa fina red de mecatillos de colores le permitía al investigador medir exactamente la posición de cada planta en un plano cuadriculado y transportar los datos a un papel milimetrado que mostrase la distribución espacial de las especies y las relaciones entre ellas.

Con el tiempo, quizá de tanto mirar hacia arriba, la fascina­ción que Andy sentía por la selva fue enfocándose hacia un ele­mento muy notorio, pero algo distante, que le llamaba poderosa­mente la atención: los gigantes de la selva, los "Cucharones" o "Niños", aquellos árboles de dimensiones colosales cuyas copas so­bresalían del techo de la selva como una suerte de "observadores del horizonte".

Así fue como Andy y los gigantes se encontraron y comenzó su relación: él en su papel típico de investigador, fascinado y mag­netizado por su sujeto de estudio y éstos como seres vivos, dota­dos con los más interesantes dones y características, dignas de ser descubiertas, medidas, observadas y reportadas por  quien pudiese llegar a sus alturas.

Desde entonces, la cuadrícula de mecatillos rojos y amarillos se tornó en un mapa de distribución de los grandes árboles. Ahora, tendría que subir hasta ellos de alguna forma, no bastaba mirar sus copas desde el suelo, a treinta o cincuenta metros de distancia. Había que investigar cómo eran sus capullos y sus flo­res, qué animales las polinizaban y cómo eran fecundadas, cómo crecían sus frutos y cómo se dispersaban sus semillas y tantas co­sas más.

Así fue como nuestro amigo aprendió a subir y bajar de los gigantes, usando los arneses y cuerdas especiales de nylon de los escaladores. Así fue, también, como Andy logró satisfacer aquel sueño de todo niño: tener una casa en lo alto de un árbol o, al me­nos, una especie de plataforma de madera que le permitiera ser el "dueño" del tejado de la selva.

 Allí pasaba largas horas observando cuanto animal llegaba a "sus" árboles. Pudo conocer de cerca "las costumbres" de vida de los gigantes, si así se puede decir, y  llegó a saber, con toda pro­piedad, la época del año en la que ponen flores, o frutos, o cuando dejan caer las semillas. En ese lugar pasaba las noches, sobre todo en la época de floración, en medio de la oscuridad, acompañado de todos los chirridos de los cientos de insectos de la orquesta noc­turna de la selva y de los coros de las ranas plataneras. Andy do­cumentó con lujo de detalles las visitas de los murciélagos de len­gua larga, los propios polinizadores de las flores de los gigantes. 

La oscuridad era casi total, a no ser por las pequeñas linter­nas de mano que nos permitían ver las lianas y bejucos atravesa­dos en el trillo. Era una oscura noche del mes de mayo, durante la época de lluvias, cuando acompañado de una veintena de mis alumnos nos aventuramos con Andy a visitar sus gigantes prefe­ridos.

En nuestras excursiones acostumbraba a visitar de noche el interior de la selva, y una vez en algún lugar donde pudiésemos sentarnos cómodamente, apagábamos todas la luces para tratar de experimentar la intensa oscuridad reinante. Las únicas luces visi­bles en un ambiente así eran las de los cocuyos o las de pequeñas arañas acuáticas que parecen diminutas joyas destellantes sobre las piedras de las quebradas.

Al cabo de caminar un buen trecho, bajamos por un costado de la montaña, y resbalando constantemente sobre la hojarasca mojada llegamos al pié de un grupo de gigantescos árboles, en uno de los cuales tenía Andy su plataforma. Allí nos contó sobre sus experiencias como investigador y nos habló sobre la maravilla biológica que eran estos gigantes de la selva. Luego, apagamos nuestras linternas y en la más completa oscuridad disfrutamos de nuestro silencio y de los sonidos y melodías de los seres nocturnos de la selva.

Ya la estadía de Andy en estos parajes iba por los tres años. Vivía en la azotea del viejo edificio, con lo poco que le producían las clases de inglés que daba en Maracay y pasaba temporadas en casa de su amigo Carlos Bordón, un ingeniero de origen italiano y singular estudioso de los insec­tos que hizo gran amistad con el muchacho inglés y quien le ayudó a construir la plataforma desde la cual observaba durantes horas, de día y de noche la copa de sus árboles gigantes.

Andy había manifestado una notable inquietud por hacer co­nocer la selva y sus secretos a los humanos. Siempre que conver­sábamos le preocupaba el poco interés que la gente de las ciuda­des tenía por la selva. Que ese privilegio de tenerla tan cerca no lo tenían en su país. Que había que hacerla conocer. Que había que conocerla y apreciarla para poderla proteger.

Su delgada figura de investigador bohemio, internado en la selva por largos períodos, viviendo solo, en lo alto de un edificio fantasmal, le conferían un aire singular a su personalidad. La gente que le conocía llegó a pensar y a correr la voz de que era "El Duende de Rancho Grande"

Su inquietud y su preocupación llegaron hasta la Sociedad Conservacionista de Aragua. Su afán de construir un camino de observación que permitiera llevar a los visitantes del parque al lugar donde crecían los gigantes era la culminación de su labor de investigación. Por varios meses trabajó en este proyecto, secun­dado por algunos de los jóvenes de dicha Sociedad, quiénes le ayudaban a construir la senda que permitiría visitar sus árboles.

El camino de los Niños o Cucharones estaba a medio terminar cuando lo visité por última vez.  Recorrí la senda junto con mis alumnos mientras "el duende" nos hablaba de la manera como los gigantes se sucedían unos a otros. Las semillas, girando, descen­dían de lo alto lentamente, alejándose del árbol madre para caer al piso de la selva lo más lejos posible de otro de su especie. Los individuos más viejos, al morir y caer, hacían grandes claros en el bosque tumbando a su paso a otros árboles más pequeños.

Al penetrar más luz, los hijos, que esperaban una oportuni­dad para crecer con rapidez aprovechando el súbito incremento local de energía solar, sucedían a sus padres tapando de nuevo el tejado de la selva con sus copas. En ocasiones, Andy nos señalaba uno que otro hijo de los gigantes, en espera de su turno para terminar de crecer.

En especial, me llamó la atención hacia unos hijos que crecían directamente desde los zancos de las raíces tabulares o contra­fuertes. Estos eran hijos vegetativos, que podían crecer rápi­damente si la gran mole del gigante que les alimentaba con su propia savia llegaba a caer. Era difícil hacerle hablar de otra cosa que no fuesen sus amigos, los seres más altos del bosque.

La última vez que vi al muchacho inglés fue cuando me trajo unos frutos y semillas para que les tomase unas fotografías. Su cámara se había enmohecido a fuerza de soportar la humedad de la montaña. Era muy importante documentar con imágenes claras la forma y el mecanismo de dispersión de la semilla y, haciendo gala de su conocimiento,  me describió detalladamente cómo su­cedía.

Todo parecía tan finamente diseñado por la naturaleza: un fruto grande, una cápsula, cuya rígida cubierta se seca y cae. Esto per­mite que unas finas y delgadas bolsas llenas de semillas queden suspendidas como péndulos, expuestas al vaivén del viento en las alturas. De ellas van cayendo las semillas, lentamente, girando y girando, hasta llegar al piso de la selva y así, tratar de comenzar de nuevo el ciclo de la vida, aunque en la práctica la inmensa mayoría de esas semillas terminan siendo el alimento preferido de insectos, de pequeños roedores y de cangrejos de selva.

Andy estaba eufórico. Ya se acercaba el momento de termi­nar su proyecto y de regresar a Inglaterra. Tenía grandes planes, entre ellos el de volver a ver a sus gigantes en cuanto hiciera al­gún dinero y pudiese viajar de nuevo.

Un mes más tarde para asombro de los conocidos, una noticia en la prensa vespertina de Caracas, reseñaba, con cierta imprecisión, la muerte de un joven inglés que investigaba la vida de las plantas en las montañas del Parque  Pittier.

Andy había caído de lo alto de uno de sus gigantes. Se había compenetrado tanto con ellos que se había convertido en una semilla más; había girado en el aire como una de ellas, para sem­brar entre la hojarasca y la tierra húmeda un mensaje de amor hacia la naturaleza y un ejemplo de dedicación hacia el estudio de la vida de los seres de la selva. Parece extraño, pero su recuerdo quedó enraizado allí, para siempre, al pie de sus seres más queri­dos.

Ahora, admirando junto a mi hijo estos tres enormes árboles, verdaderas maravillas de la naturaleza, siento que el tiempo no ha dejado de pasar y me invade el recuerdo de mi amigo inglés. Creo que es como un símbolo, como un ejemplo, para cualquier persona que ame la naturaleza. 

El impertinente interés de aquel joven investigador por co­nocer la vida de los gigantes; su compenetración con ellos y sus vidas; sus inquietudes de maestro, al prestarse a mostrar sus ár­boles a cuanta persona se acercaba a conocer la selva y,  su vida dedicada a conocerlos,  hacen que se vea como uno más de ellos.

Por eso creo que Andy es un gigante. Un símbolo de unión entre el hombre y la selva nublada. Un lazo de gran significado para los que creen que es noble conocer y proteger nuestro medio natural.

Tal vez esas gotas de agua, que vimos caer de lo alto esta mañana, sean las lágrimas de los grandes árboles en un intento de regar con ellas las raíces de su amigo, para convertirlo en uno más de los gigantes de la selva nublada.



Glosario


Abra o paso: un paso entre montañas,
Alba: Amanecer
Araguatos: monos arborícolas rojizos, del género Alouatta, que viven en pequeños grupos y acostumbran a rugir temprano en la mañana.
Arneses : indumentaria en forma de correaje ceñido al cuerpo que sirve para asegurar a los escaladores a sus cuerdas.
Aspa: brazo o pala de una hélice.
Bejucos: troncos largos y delgados de las plantas trepadoras.
Bohemio: persona despreocupada, libre.
Brácteas: hojas modificadas y coloreadas que parecen parte de la flor.
Cápsula: envoltura del fruto, en forma de estuche, que se abre de forma natural para dejar salir las semillas.
Capullos: flores en botón, todavía sin abrir.
Casupo: planta tropical del género Calathea, de hojas grandes, parecidas a las del cambur.
Chasquidos: sonido producido por el caer de las gotas de agua sobre la hojarasca del suelo de la selva.
Cocuyos: insectos del grupo de los coleópteros o cocos; suelen volar durante la oscuridad y emiten luz de manera intermitente.
Colosales: grandes, enormes, gigantes, monumentales.
Composición florística: la variedad de especies de plantas que componen la flora de una región.
Conoto aceituno: pájaro de tamaño mediano, del género Psarocolius, que acostumbra a cazar mariposas y otros insectos a tempranas horas del día.
Contrafuertes: raíces de los grandes árboles de la selva tropi­cal, que parecen inmensos tablones sobre los que se apoya el tronco.
Copas: la parte superior de los árboles, formada por la cu­bierta de hojas
Cordillera de la Costa: sistema montañoso en la región Centro-Norte costera de Venezuela.
Corolas: las partes generalmente más coloridas de la flor, formadas por varios pétalos.
Costeaba: de costear; bordear o rodear algo.
Cuadratas: retículo formado por líneas de mecate tendidas a igual distancia unas de otras, para formar una cuadrícula.
Cuadrícula métrica: red de cuerdas que delimita cuadrados de un metro por cada lado y que permite hacer un mapa a escala de la posición de cada planta en la selva.
Cucharón: Niño; nombre común de la Gyranthera caribensis.
Dictador: líder autócrata; tirano.
Digitadas: hojas cuya superficie tienen la forma de los dedos de una mano.
Dispersaban: acto de dispersar o de esparcir las semillas so­bre una gran superficie.
El Duende de Rancho Grande: apodo dado a Andy debido a lo misterioso que parecía su relación con los seres de la selva.
Embebidas: flores sumergidas dentro de las brácteas.
Enmohecido: dañado por la humedad y los hongos.
Enraizado: arraigado; que hechó raíces en un lugar y allí se quedó.
Enredaderas: plantas trepadoras, lianas, bejucos.
Epifitas: plantas que viven sobre otras plantas; orquídeas, malangas, lianas, enredaderas, musgos, hongos, helechos, piñas de árbol y muchas otras.
Epoca de floración: tiempo del año cuando se producen las flores de una planta.
Escaladores: personas que gustan de trepar o subir precipi­cios ayudándose con cuerdas y otros implementos.
Estrato emergente: las copas de los árboles más altos de una selva, que sobresalen o emergen por encima de las copas de los demás.
Eufórico: contento, animado, entusiasmado.
Fecundadas: de  fecundar, reproducir, fertilizar, polinizar.
Filigranas: guirnalda o adorno fino
Fustes: varas, maderos, palos.
Gigantes:  grandes, enormes, titanes,
Gómez:  Juan Vicente Gómez, dictador de Venezuela durante veintisiete años, desde 1908 hasta 1935.
Gutural: sonido ronco, profundo, bajo, emitido por los monos araguatos mediante una caja de resonancia formada por el hueso Hioides en el interior de sus garganta.
Gyranthera caribensis: nombre científico del "Niño o Cucharón", que se refiere a: "Gyra = girar" y "anthera = antera"= anteras de los estambres dispuestas en forma espiral.
Hectárea: unidad de superficie que conforma un área de 10.000 metros cuadrados; una superficie de 100 x 100 metros de lado.
Henri Pittier: botánico y naturalista suizo de gran renombre en Latinoamérica y en especial en Venezuela, donde se destacó por su estudios sobre las plantas y su preocupación por la conser­vación de áreas naturales.
Hijos vegetativos: retoños o vástagos que salen del mismo cuerpo de la planta que les da vida y les alimenta.
Hoja dentada:  digitada; hoja cuya superficie tiene la forma de los dedos de una mano.
Hongos: planta talofita, sin clorofila que se nutre de los teji­dos de otras plantas; muy abundante en los lugares sombríos y húmedos de la selva.
Inflorescencias: grupos de flores que se originan en una sola espiga.
Interrelaciones: relaciones entre las plantas y animales de una comunidad natural y su ambiente.
Lianas: bejucos, tallos largos y delgados de las enredaderas.
Líquenes: planta; criptógama; formada por una relación sim­biótica entre un hongo y un alga; crece sobre piedras y troncos de árboles en las selvas húmedas.
Lúgubre: sombrío; tenebroso. 
Malanga trepadora: planta de la familia de las aráceas; pare­cida a las calas o uñas de danta.
Mantilla: manto finamente tejido.
Maracay: ciudad, capital del Estado Aragua, Venezuela.
Mecatillos: cuerdas finas.
Murciélagos de lengua larga: murciélagos que acostumbran a tomar néctar de la flores usando su larga lengua y que de paso las polinizan.
Musgo: plantas pequeñas, que forman mantos mullidos que cubren las rocas y las cortezas de los árboles en lugares muy hú­medos.
Naturalistas: personas estudiosas y conocedoras de los fenó­menos de la naturaleza.
Néctar: líquido azucarado que producen las flores para re­compensar a sus polinizadores.
Niebla: bruma, neblina, vapor de agua, nube.
Niño: cucharón; el árbol más alto de la selva nublada de la Cordillera de la Costa (algunos ejemplares tienen más de cincuenta metros de alto).
Nylon: fibra sintética con la que se hacen cuerdas muy fuer­tes.
Ocumare de la Costa: puerto costero del Estado Aragua, Venezuela.
Ocumo: planta de las familia de las aráceas,  Araceae.
Orquídeas: plantas epifitas con flores, muy admiradas por sus bellas formas y colores.
Papel milimetrado: papel impreso con una trama métrica que sirve para hacer planos.
Parque Nacional de Aragua: nombre del primer Parque Nacional decretado en Venezuela, con la finalidad de proteger unas 90.000 hectáreas de selvas de las montañas de la región central de la cordillera de la costa.
Parque Nacional Henri Pittier: nuevo nombre del Parque Nacional de Aragua,  en homenaje a su principal promotor, el Dr. Henri Pittier.
Parsimonia: lentitud, calma, tranquilidad.
Pecíolos: pedúnculo de las hojas
Péndulos: colgantes, suspendidos, oscilantes.
Piñas de árbol: plantas epifitas de la familia  Bromeliaceae.
Plántulas: plantas pequeñas, jóvenes.
Polinizaban: de polinizar, fecundar, fertilizar.
Portachuelo: un abra,  paso o portal entre las montañas; el punto más alto del camino entre  Maracay y Ocumare de la Costa;  a 1.140 metros sobre el nivel del mar.
Predios: dominios; tierra.
Querrequerre: pájaro amarillo, verde, azul y negro de la selva nublada; Cyanocorax yncas.
Raíces tabulares: contrafuertes; raíces de los grandes árboles de la selva tropical, que parecen inmensos tablones sobre los que se apoya el tronco.
Rana platanera: rana de unos siete centímetros de largo, de color blancuzco, del género Hila.
Rancho Grande: sitio donde a principios de siglo había una posada que brindaba abrigo y alimentos a los atajos de burros que transitaban por un camino de montaña entre Maracay y Ocumare de la Costa. Hoy existe allí un gran edificio a medio construir, que ha sido usado por muchos años como estación de investigaciones biológicas.
Reseñaba: describía, narraba, explicaba.
Savia: resina, jugo, sustancia líquida que circula por los teji­dos de las plantas.
Selva nublada: comunidad de plantas que prospera a la al­tura de la mayor condensación de nubes en las laderas de las montañas.
Semilla: simiente, germen de la vida de las plantas.
Senda: trillo o camino angosto dentro de la selva.
Sociedad Conservacionista: Sociedad Conservacionista del Estado Aragua. Grupo de personas activistas de la conservación de los recursos naturales renovables.
Sucedían: de sucesión, proceso de continuidad; los hijos, que con el tiempo ocupan el lugar de sus padres, son los sucesores.
Techo de la selva nublada: las copas unidas de los árboles de la selva.
Tejado de la selva: las copas unidas de los árboles de la selva.
Tesis doctoral: trabajo de investigación que hay que realizar para obtener el título de Doctor en una Universidad.
Trama: red; tejido; malla.
Trillos: senda o camino angosto dentro de la selva.
Tucusito: colibrí, picaflor.
Tuqueques: lagartos capaces de caminar por las superficies verticales de las paredes y por los techos de las casas. Se alimen­tan de cucarachas y otros insectos.
Vientos alisios: en Venezuela, vientos provenientes del Mar Caribe, que vienen del Nor-Este  y viajan en dirección al Sur-Oeste trayendo gran cantidad de humedad que se condensa en forma de nubes  al chocar con las montañas y provee de agua y humedad a los seres de la selva nublada.
William Beebe: zoólogo norteamericano, quien entre 1945 y 1946, organizó una expedición de la Sociedad Zoológica de Nueva York, para estudiar la fauna de las montañas de Rancho Grande.
Yagrumos: Cecropia, árbol de hojas dentadas y  escasas, con un tallo delgado y blanco, que crece en lugares que han sido des­provistos de vegetación. En el interior de su tallo hueco viven hormigas pequeñas y agresivas.

Zancos: contrafuertes; raíces tabulares sobre las que se apoya el tronco de los grandes árboles de la selva.

Comentarios

  1. Carlos, tu relato me transportó a la Estación Biológica de Rancho Grande, y las historias míticas que había escuchado sobre Andy Field se hicieron palpables y reales en la palabra escrita.
    Gracias!

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  2. Carlos durante la permanencia de Andy fui Jefe de la Estación Biológica de Rancho Grande y conversé muchas veces sobre su trabajo y sobre su amor por el bosque nublado. Tu relato es un recuerdo vivo y me invita a publicar mi trabajo sobre la historia de Rancho Grande, su edificio, su Paso Portachuelo-, sus mitos y su importancia. Años después de la muerte de Andy financié como Estación los materiales de aluminio para reconstruir la plataforma con ayuda de Carlos Bordón y varios jóvenes voluntarios.

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  3. Inspirador y pensando cuanto tiempo puede tomar que el ser humano retorne a la sabiduria de la naturaleza,la valore,la use, la cuide y la proteja. Gracias por este relato.

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Carlos Rivero Blanco Finalmente por sugerencia de Edgard Yerena, pude averiguarlo!! Luego de años de curiosidad sin frutos, pero sobre todo luego de una tele- conversación con el Dr. Francisco Delascio Chitty, mi amigo de juventud y compañero voluntario en la Sociedad de Ciencias Naturales La Salle, mientras trabajábamos en los espacios más recónditos del Colegio La Salle de Tienda Honda, inmersos en una atmósfera marcada por el olor a naftalina de colección de museo, mezclado con el de alcohol Etílico al 70% y el de Formalina al 10%, aromas característicos imposibles de olvidar o borrar de la memoria olfativa, el colega Francisco, el botánico curador del herbario del Hato Piñero, así como del herbario del Jardín Botánico de Ciudad Bolívar,  el mismo con quien cuando jóvenes compartimos expediciones a "las Aguaditas" bajando de la Colonia Tovar hacia el litoral de Aragua o hacia "Pekin abajo" del río Neverí, sitios tan increíbles como sus topónimos, me abrió

Historia del Terrario del Parque del Este

El Terrario del parque del Este es un interesante lugar para aprender sobre los anfibios y reptiles de nuestro país. La colección herpetológica más completa, con especies nativas y exóticas que ha causado la sensación entre grandes y chicos que visitan el Parque del Este. El Terrario queda a 200 metros de la entrada Sur del Parque del Este, frente al Museo del Transporte. Su instalación puede encontrarse cerca de la exhibición de las simpáticas nutrias y justo enfrente del lago de cocodrilos. Es un edificio de una planta, de forma redonda, que encierra una de las colecciones más escalofriantes de la ciudad. Adentro podrás observar la colección de serpientes, lagartos, tortugas, babas, ranas, alacranes y arañas. Las exhibiciones rodean un bonito lago central, donde nadan libremente las tortugas y anidan los patos. Es el lugar donde podrás ver de cerca y tocar algunos de los animales más curiosos de Venezuela. Además, aprovecha la presencia de estos inte

PORU P.N. El Ávila - Waraira Repano, Revisión

INFORME PRELIMINAR SOBRE EL ANTEPROYECTO DE REVISIÓN DE PLAN DE ORDENAMIENTO Y REGLAMENTO DE USO DEL PARQUE NACIONAL EL ÁVILA – WARAIRA REPANO (Reproducción literal del Informe consignado en INPARQUES el 02.07.2021) El presente Informe tiene carácter PRELIMINAR, dado que:   1) la manera como ha sido redactado el texto sometido a consulta, sin estructura y cambiando la distribución de las materias que contiene en PORU vigente,   2) las limitaciones impuestas por INPARQUES para el conocimiento de todos los documentos e informaciones pertinentes al mismo,   3) el mal funcionamiento de los servicios públicos y las restricciones propias de la cuarentena en la que estamos inmersos,   4) la Crisis Humanitaria Compleja que vivimos los venezolanos, y   5) la premura oficialmente declarada, con la que INPARQUES ha asumido este proceso de revisión y actualización, al que se le ha concedido un estrecho margen de tiempo para el conocimiento y análisis del texto propuesto, no han permitido el an